sábado, 28 de abril de 2012

El espectáculo devorador. Mario Vargas Llosa repasa la deriva de la cultura —garantía del progreso espiritual— hacia el divertimento y la banalidad



Policarpo, obispo de Esmirna y Padre de la Iglesia, habría dicho en el siglo II, según se lee en la Patrología de Migne: “¡Dios mío! ¡En qué tiempo me habéis hecho nacer!”. Preparando alguno de sus libros históricos, Flaubert leyó esta expresión y la hizo suya: ya nunca le abandonaría la sensación de que había nacido en el peor de los siglos posibles, y así quedó reflejado por lo menos en su última novela, póstuma, uno de los monumentos de la literatura del siglo XIX.
Pero eso no significaba ninguna novedad. Cien años antes que el mártir cristiano, cuando la República se tambaleaba, Cicerón había exclamado algo similar: O tempora, o mores. Cada generación, como es sabido, ha alabado las virtudes de las anteriores, y cada siglo, según el parecer de nostálgicos e incluso realistas, ha considerado a los siglos pretéritos como algo superior. La teoría de que la historia no hace más que acumular ruinas a nuestras espaldas (Walter Benjamin) posee un atisbo de optimismo, pues mejor habría sido nacer antes (o no nacer, según Calderón), si cada siglo que pasa amontona nuevos escombros ante toda mirada retrospectiva.
Sin embargo, algo debe de suceder en nuestros días substancialmente y cualitativamente distinto a este respecto: el siglo XX y lo que llevamos del XXI han sostenido de modo frecuente y radical que la civilización llamada desarrollada, u occidental, o nacida bajo el signo del capitalismo neoliberal, corre por caminos que se encuentran muy alejados de los postulados de libertad, aprecio a la razón y prácticas dialogales que todavía ensalzó la Ilustración europea. A pesar de los detractores del Iluminismo, como fue el caso de Adorno y de su colega Horkheimer, las alarmas acerca de la decadencia de nuestras civilizaciones —por lo menos desde la revolución de 1848, desde la Comuna de París o después de las dos guerras mundiales europeas— no han hecho más que proliferar, hacerse más acuciantes y desoladas, y sumergirse en una melancolía algo más productiva, si bien se mira, que la del grabado de Durero, al alba de la modernidad. Ninguno de los grandes y pesimistas diagnósticos del siglo XX sobre la cultura se encuentra emparentado con esa cólera extática que el ángel de Melencolia parece exudar: las humanidades retroceden, la modernidad no ha hecho más que asestarle golpes bajos al prestigio de la razón no científica, y aquella cultura humanística que engendró los más altos logros del saber literario y de las artes se bate en retirada ante la mirada quizá nostálgica, pero en realidad anhelante, de escasos intelectuales: pues el acomodo intelectual se ha vuelto, también él, aliado de la distracción y los panfletos.
Mario Vargas Llosa publica bajo este signo su primer libro tras el Premio Nobel de Literatura: La civilización del espectáculo, nacido al abrigo de unos pocos autores citados en el texto —T. S. Eliot, Popper, Trilling, Lipovetsky, Steiner, Berlin—, y de otros muchos que, por amor de brevedad y para no aburrir al lector, no se citan: estarían, en esta nómina, desde Tocqueville a Allan Bloom, pasando por Burke, Bonald, De Maistre, Schopenhauer, Nietzsche, Heidegger, Oswald Spengler o Valéry, es decir, una nómina que va de los llamados “reaccionarios” del siglo XIX —“reactivos”, habría que llamarlos, algo mucho más positivo— al pensamiento liberal de mejor cuño del siglo pasado.
Las tesis de Vargas Llosa no son originales, ni los análisis que presenta el libro son más penetrantes que muchos otros escritos acerca del mismo asunto; pero se agradece que un autor tan leído y con un prestigio tan sólido las divulgue, a modo de resumen o de memorándum, en este libro: la cultura se ha convertido en espectáculo (Debord) y divertimento —algo que Pascal, en su teoría del divertissement, no acababa de condenar, pero fenómeno ante el que ya nos previno en el siglo XVII—; las formas de la música contemporánea no solo tienden a ensordecernos sino también a enmudecernos: todo sermo convivialis resulta estéril ante su presencia apabullante; las llamadas por los sociólogos “religiones de substitución” están ocupando el lugar que antaño habían ostentado las religiones basadas en sólidas creencias y en atisbos de transcendencia —animalistas, ecologistas, pseudobudistas, vegetarianos, gimnosofistas y otros especímenes—; la figura del intelectual, tiempo atrás tan prestigiosa cuanto prestigiada, ha quedado reducida a casi nada y substituida por ambulantes profesionales; las prácticas sexuales propias de las generaciones más jóvenes tienden a la cosificación del amante y del amado; la llamada “corrección política” ha acabado, entre otras cosas, con la enorme tradición crítico-literaria de nuestro continente, verdadera brújula en el arte de navegar entre los libros; la autoridad concedida a los maestros y a su palabra ha sido relegada, equivocadamente, al rincón de los malos hábitos de los tiempos feudales; las nuevas tecnologías no sólo no son neutras, sino que han acostumbrado a sus usuarios a una relación banal con la información, desuncida de todo lo que se refiere a los verdaderos saber y conocimiento; y, por fin, la literatura se ha alejado tanto de la gran tradición clásica como de la tradición de los grandes logros del siglo XX —uno de los mejores, hay que decirlo, de toda la historia de la literatura—, y hoy ensalza unos métodos y unos valores ligeros y banales para satisfacción de lectores solo aficionados a la distracción.
En un punto cabe discrepar de las tesis de Vargas Llosa: el autor considera que “para la inmensa mayoría de los seres humanos la religión es el único camino que conduce a la vida espiritual y a una conciencia ética, sin la cual no hay convivencia humana, ni respeto a la legalidad, ni aquellos consensos elementales que sostienen la vida civilizada”. Esto parece una exageración (como lo fue en los casos de Novalis y de Eliot), en especial al contemplar la vida espiritual y la civilización o las culturas europeas, muy impregnadas en los dos últimos siglos del espíritu laico que quedó entronizado en la Declaración de los Derechos Humanos, y aun antes: Montesquieu, Voltaire o la ética y la estética kantianas, por ejemplo, postulan ideas que resultan una sólida y suficiente garantía para el buen desarrollo de la vida en sociedad y para el desarrollo de las virtualidades de seres y naciones; también en este sentido la música del gran siglo europeo, el XIX, es capaz de satisfacer al más exigente de los anhelos espirituales.
Aunque el humanismo renacentista nació abrazado al cristianismo, parece claro que la vida espiritual y la conciencia ética pueden pasarse sin él, y este fue un logro de la concepción laica de los Estados, las naciones y la ciudadanía de las dos últimas centurias. Todo fenómeno estético de valor ha permitido a los hombres, posiblemente en cualquier momento de la historia, ascender hasta zonas transcendentales y absolutas. No es plausible decir que las religiones cristianas, en estos momentos, tan vinculadas ellas mismas al espectáculo y al escándalo, estén en condiciones de marcar una pauta para la depauperada situación de la cultura: para ello bastaría con potenciar la educación y creer en la idea de Diderot, para quien, sin apelar a la religión, “la finalidad de la educación siempre será la misma, en cualquier siglo: formar hombres virtuosos e ilustrados”. Tampoco las diversas formas de la cultura popular —refugio cultural genuino de las clases menos “cultivadas”— merecen la consideración de Vargas Llosa, quien, en realidad, solo ha pretendido, en este libro importante, analizar qué le ha sucedido a la mal llamada “alta cultura”: punta de la pirámide cultural de las naciones civilizadas, última garantía del progreso espiritual de los pueblos y los hombres.

FUENTE: http://cultura.elpais.com/cultura/2012/04/25/actualidad/1335351511_237820.html

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