En un alarde de admirable celo profesional, los medios de información que hasta hace poco más de tres meses daban las malas noticias con sordina, difunden ahora de forma más que exhaustiva las malas noticias económicas, los recortes del Gobierno y sus perversos ataques contra eso que llaman “lo público”. De tal suerte que esa otra España, la que aún anda somnolienta, está descubriendo, súbitamente y con espanto, el verdadero alcance de esta crisis. Y no estaría demás que este proverbial esfuerzo informativo, tan necesario hace años, fuera un poco más allá del espasmo ideológico, la crítica interesada y la propagación del miedo escénico. Porque, con estas cosas, el personal, lejos de abrir los ojos, tiende a cargarse de razones y se cabrea mucho. Y ese activo tan necesario en tiempos de crisis, la confianza del ciudadano medio, se esfuma. De seguir en crescendo este torrente de noticias irritantes y catastróficas, en breve podremos asistir en directo no ya a la intervención de España sino a la retransmisión del fin del mundo, si ese día no coincide que hay fútbol, por supuesto.
España y el arte de tropezar con la misma piedra
Para aliviar esta presión psicológica y desintoxicarnos de visiones tan catastróficas, no está demás echar una mirada a nuestro inmediato pasado y comprobar cómo, a principios de los años noventa, España se sumía en una grave crisis que se prolongó durante siete años, concretamente de 1991 a 1997, siendo el año más crítico 1993. En la mayor parte de ese periodo, el índice de paro fluctuó entre el 20 y el 24% y el desempleo juvenil superó con mucho el 40%. El déficit público estaba fuera de control. Y el gasto desbocado, al compás del keynesianismo que aún imperaba en muchos países de Europa, lejos de estimular la economía casi nos lleva a la quiebra y a la intervención. Las tasas universitarias aumentaron todos los años, acumulando un incremento muy superior al 70% y el subsidio de desempleo terminó por ser recortado drásticamente por el presidente González.
En aquellos días, obtener un préstamo para el consumo, con los tipos de interés disparados, era misión casi imposible. No bastaba con tener una nómina aseada, era necesario, además, añadir un aval o engatusar a algún incauto avalista. Y aún así no era seguro obtenerlo. Los ordenadores personales no existían, tampoco Internet ni el correo electrónico y los teléfonos móviles eran artilugios que sólo aparecían en las películas. Trabajábamos con medios de la edad de piedra. Y, en consecuencia, la productividad era patética, aun a pesar de unas nóminas más que ridículas y unas jornadas laborales interminables. No existían los becarios remunerados y quienes querían adquirir experiencia se becaban a sí mismos trabajando gratis meses o incluso años. En resumen, aquella década de los noventa fue, en algunos aspectos, bastante peor que estos años que se nos antojan terribles. Y el mundo no se acabó entonces como tampoco va a terminarse ahora. Simplemente hemos tropezado con la misma piedra en otra parte del camino.
¿Acaso en el censo nacional sólo hay políticos ineptos?
Diríase que estamos ablandados por la abrumadora propaganda estatista de los últimos tiempos y, por ello, todo nos resulta mucho más difícil que hace dos décadas. A lo que hay que sumar que ahora pesa sobre nosotros la certeza de que este modelo político, secuestrado por unos partidos herméticos, nunca dará lugar a esa transformación liberal –más allá de la doctrina económica– que nos traería la modernidad y la eficiencia. Y el actual gobierno, a medio camino entre la socialdemocracia y la más estricta tecnocracia, con sus acongojados miembros y sus intempestivas decisiones, es lo único que se interpone entre nosotros y el abismo. Sin embargo, a estas alturas es evidente que ha fallado algo más que la clase política. Y deberíamos despertar de este sueño, donde el Estado, lejos de ser un acogedor colchón de plumas donde dormir la siesta, se va a convertir en el lecho de clavos donde se tumban los fakires. Pero seguimos como siempre, a medio camino entre la indignación inútil y el fatalismo –la doctrina de lo irremediable–, asumiendo tácitamente que todas nuestras opciones de futuro están en manos de un reducido puñado de contables y políticos a los que nuestra suerte parece importarles muy poco. Y esta socorrida visión, pese a ser en parte cierta, no es ni mucho menos una verdad absoluta.
En un pasaje de la Oración Fúnebre, Pericles explicaba que si bien sólo unos pocos están preparados para regir los asuntos públicos, todos los ciudadanos están capacitados para juzgar su política. Y fieles al consejo del ilustre ateniense, los españoles juzgamos con una pasión desmedida las decisiones de nuestros gobernantes. Pero hasta ahí llegamos. Pues creemos que nada más podemos hacer salvo votar cada cuatro años y rasgarnos las vestiduras entre una elección y la siguiente o, en su defecto, echarnos a la calle. Y quizá estemos equivocados. Nuestro celo debería atender a otros asuntos, en apariencia, mucho menores. Aún no comprendemos que el que un país sea fiable, en su sentido más valioso, que es el que incide directamente en la creación de riqueza, no depende sólo de sus gobernantes sino de las acciones de cada uno de sus ciudadanos. Eso que llaman construir un país desde sus cimientos. Por la comprensión de una norma tan simple, un país como Alemania, además de gozar de una democracia mucho más real que la nuestra, siempre conserva su aureola de prestigio, aun padeciendo los gobiernos más incompetentes. A diferencia de nosotros, sus ciudadanos nunca se excusan en los políticos ineptos para justificar sus fracasos. Debaten, sí. Y también protestan. Porque ellos también sienten y padecen. Pero jamás dejan de hacer bien su trabajo, ni se dividen y enfrentan aun cuando caigan chuzos de punta.
En otros países, la tradición de la razón de Estado ha dado lugar a grandes gobernantes, a la postre determinantes en momentos decisivos. Pero si repasamos la historia de España, comprobaremos que aquí es el ciudadano medio el que ha de hacer siempre las machadas. Nunca reyes o políticos. No cabe esperar milagros. Así que es asunto nuestro mejorar y dejar de ser el país de la chapuza y el sectarismo. De no hacerlo, no habrá gobierno que valga y menos con este modelo político. Y puesto que ésta década puede perderse, valdría la pena aprovecharla para aprender a ser menos manipulables y dependientes y fortalecer nuestro carácter. Porque, aunque no queramos oírlo, esta crisis es, también, el fruto de nuestras tiernas mentes.
Javier Benegas [en Vozpopuli.com]
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